martes, 5 de febrero de 2013

Zàrate: Por amor a un Pueblo Reprimido.

Recopilación de Astarté


Ente las leyendas costarricenses hay una que sobresale tanto o más que la leyenda de la Llorona, y está es la leyenda de la Bruja Zárate.

En algún momento la historia se mezclo con el folclore popular  y nació la Leyenda de la Bruja Zárate, una mujer que definitivamente rompió los moldes de la Costa Rica recién colonizada por los españoles que entre todo lo que trajeron, incluyeron un rol sumiso, pasivo y únicamente hogareño para la mujer.

Según algunos folcloristas costarricenses, Zárate era una mujer “blanca, gorda, pequeña, de ojos grandes y negros, mirada maliciosa, usaba peinado con dos trenzas, dueña de sí misma, solía curar a sus enfermos y cuando le consultaban casos tristes, les obsequiaba frutas que al llegar a sus casas estas se convertían en piedras preciosas y monedas de oro”. (Leyendas Costarricenses, Elías Zeledón)

Sin embargo, Zárate se puede describir más bien como mestiza, hija de indígenas y españoles. En otra historia no obstante, se le describe como joven que despierta pasiones en el gobernador del pueblo de Aquetzari, quien la engaña y desencadena la “maldición sobre todo el pueblo”.

He aquí la leyenda anónima que da a Zárate el papel que la hará vivir en la historia de Costa Rica:

LA GRAN PIEDRA DE AQUETZARI
Anónimo costarricense
Leyenda

Zárate llegó al umbral de la iglesia de Aquetzari. Vestía de negro y fumaba a bocanadas un puro.

Algunas feligresas, escandalizadas, dijeron a sus hijos:
-No se vuelvan a verla; esa mujer practica las malas artes de la hechicería.

Un grupo de indios caminaba por media calle. Encadenados a gruesas argollas, partían hacia las minas. Los servidores del encomendero, montados en recios caballos, los acompañaban.

Una india canosa se detuvo frente a la misteriosa mujer:
-¡Zárate! -le dijo con voz firme y patética-. Vos regalás frutas a los pobres, frutas que se convierten en oro. Vos que no pedís agradecimiento por vuestros favores, sálvanos de esta humillación. ¿No ves cómo mueren los de nuestra raza?


La caravana de la encomienda se perdió bajo una nube de polvo.

Zárate tiró el puro al suelo, lo majó y entró decidida a la iglesia. Se aproximó al Santísimo y se dispuso a encender una vela. En ese momento un hombre se acercó. Ella contuvo la respiración unos instantes para verlo. Era alto, vestía el uniforme del imperio español y sus cabellos negros se caían en un mechón sobre la frente. Al sentirse observado, éste sonrió. Ella terminó de encender la vela, pero una misteriosa llama verde iluminó sus rostros.
-No se asuste -le dijo Zárate-, es la llama del amor que ha despertado de repente.

El gobernador la miró incrédulo. Zárate prosiguió:
-Un mal presagio me anuncia su bello rostro, Alfonso de Pérez y Colma Vos gobernás nuestras tierras aunque nosotros no os lo hayamos pedido. Pero no os guardo ningún rencor por ello. Tomad este presente en señal del afecto que siento por vuestra merced. Y sacó de su seno una cadenita de oro que terminaba en un anillo.

El gobernador, con su clara sonrisa, lo tomó como encantado. Cuando logró percatarse, Zárate desaparecía por el umbral de la iglesia.

Sólo el búho desde su alta rama vio al gobernador De Pérez y Colma bajar del caballo frente a la casa de Zárate. La luna se desdibujaba a lo lejos. Era profundo el silencio. Ni siquiera los grillos cantaban. La luz de una vela anunciaba soledad por la ventana.

"¿Qué me trae a este lugar? -se preguntó-. Desde que Zárate me entregó esta cadena no he podido dejar de pensar en ella. Es como si este objeto tuviera voz y me repitiera constantemente: ¡tienes que ir!"

Con las manos frías llamó a la puerta. Zárate abrió, y su rostro bañado de luna cobró una extraña claridad que resaltó sus apretados labios cobrizos. Alfonso trató de besarla, pero Zárate no se lo permitió.
-Espera, debes decirme antes si cumplirás vuestra promesa: ¿libertarás a mi gente y te unirás a mí por el resto de vuestros días?
-Sí... -contestó el gobernador.
La vela dibujó en la pared encalada la sombra de Zárate y Alfonso que se besaban.

A la mañana siguiente, Zárate lo despertó.
-Ven, tomemos de esta mistela ceremonial -le dijo, llenando dos pequeñas jícaras, -Hoy mismo nos casaremos sobre un altar de piedra.

Alfonso intentó hablar, pero Zárate continuó:
-Entonces vos serás mi sangre y mandarás a quitar los grilletes a todos los indios que están trabajando en las minas. Todos retornarán a su tierra. Nuestro pueblo, que ha vivido siempre dentro de la gran piedra de la esclavitud, será tan libre, que hasta las mismas mariposas desearán ser uno de nosotros.
Alfonso se echó a reír.
-¿Con que nos vamos a casar y los sucios indios volverán a sus palenques? ¿No sabes que el rey de España es mi señor, y a él debo todo lo que poseo?

Una delgada ráfaga de furia recorrió el cuerpo de Zárate.
-Además -continuó el gobernador-, pronto regresaré a España. Ahí me espera la señorita Margarita de Alonso, con la que estoy comprometido. Ella es una muchacha radiante como el sol, limpia como la más cristalina de las aguas, nunca una bruja como vuestra merced.

Los hilos del líquido púrpura de la mistela se derramaron por el suelo mientras el gobernador se marchaba.

Ese mediodía Zárate subió al atrio de la iglesia. Y desde ahí congregó a todo el pueblo. Uno tras otro, algunos pobladores se fueron acercando con curiosidad.
-¿No os dais cuenta de cómo sufre nuestra gente bajo el yugo de los españoles? -vociferó.

Alfonso pasó cabalgando en ese momento hacia la Gobernación. Ignoró a Zárate.
-Ese hombre a quien guardan toda clase de respetos -dijo, señalándolo- me ha prometido matrimonio y la liberación de nuestra raza. Pero ha faltado a su palabra. ¡Os pido para él castigo!

Un hombre empezó a reír, después otro, y así sucesivamente se soltó el rumor: "Está loca." "Toda bruja termina igual." "¡Pobre mujer!" Zárate quedó sola, dando la espalda a la iglesia. Entonces, una fina cilampa empezó a caer.

Ya había transcurrido una semana de temporal. Una espesa capa de neblina se aferraba a todo el pueblo. Un presentimiento los hacía a todos mirarse sin hablar nada.

Zárate no había salido de su rancho. Algunos decían que la voz del Pisuicas se escuchaba allí dentro.

El gobernador De Pérez y Colma quiso partir en su caballo hacia la ciudad de Cartago. Pero la niebla le impidió seguir el camino. Entonces tuvo que regresar a Aquetzari.

Esa noche sólo Zárate permaneció despierta. Todos se acostaron anonadados. Un extraño sueño recorrió sus lechos. Ellos sentían cómo brotaban de su piel escamas, plumas, gruesos cabellos. Se transformaban en animales de montaña. Las calles de Aquetzari se poblaron de serpientes, yigüirros, dantas, jaguares, armadillos, urracas, micos.

Zárate se deslizó por calles de sombras. Buscó con la vista a un pavo real que llevara sobre su lomo una delgada cadena de oro de la que pendía un anillo. Entonces dijo a todos:
-Habitantes de Aquetzari: no habéis soñado. Éste es el gobernador Alfonso de Pérez y Colma, que vivirá como vosotros, arrastrándose como animal dentro de la gran piedra de nuestra raza hasta que decida cumplir la promesa de casarse conmigo y liberar a nuestro pueblo.

Entonces la gruesa neblina se ciñó completamente sobre los techos de Aquetzari, y se fue endureciendo, poco a poco, hasta formar una gran mole de piedra. Fuera de ella sólo quedó el eco de la leyenda de un poblado que allí existió alguna vez.

Después llegaron otros hombres que fundaron el pueblo de Aserrí, pero siempre miran con misterio la gran piedra que pareciera lanzar gritos desde adentro.

Si alguna vez quieres pedirle un favor a Zárate, debes llegar de noche a la roca, darle tres golpes y decirle:
Busco en mi vida un ideal,
años caminando
y siempre en pie;
linda Zárate, escucha,
y ábreme
por el amor del pavo real.

Entonces la piedra se abrirá, y Zárate, vestida de terciopelo negro con bordados de plata, saldrá con su hermoso pavo real encadenado a escucharte bajo la eterna mirada de la luna.[1]

De este relato se derivan otros relatos, como el que narra Elías Zeledón en su obra Leyendas Costarricenses, en donde el personaje de Diógenes Olmedo visita a Zárate para pedir un favor y ella se lo concede por compasión.

Zárate se convierte en la bruja del pueblo, a quien la gente acude para pedir favores, sabiendo de qué manera pedirlos ella los concederá, pero, a veces las cosas no salen como se espera y ocurre en el relato de Zeledón que es más conocido a nivel popular.

Por otro lado, esta Leyenda Popular muestra unas interesantes simbologías dignas de mencionar.

La Cadena con el anillo: simboliza el compromiso, la unión, un lazo que debe ser respetado. Un pacto así mismo. Se menciona que la cadena era de oro, por lo tanto un material resistente y que no se degrada fácilmente reforzando esa atadura.

El pavo Real: representa la vanidad, el egoísmo, la altanería, el egolatrismo.

Zárate: la mujer, la aparente debilidad humana. La fuerza natural que, al sentirse engañada por un hombre y traicionada por un pueblo, evoca las fuerzas Cósmicas y Naturales para tomar la justicia en sus manos, cosa que por demás en la época de la colonia como ahora, se considera delito.

La Luna: el elemento de poder de las “brujas”.

Los animales: convierte al pueblo y al gobernador en animales, porque representan un estado inferior de evolución humana.

La piedra que se cierra sobre el pueblo: representa la bóveda en la que los mismos seres humanos nos refugiamos para tratar de ocultar nuestros propios errores, manías y defectos humanos.

En algunas historias se comenta también que Zárate fue conocida primero en la Zona de Naranjo y luego en Escazú. Sin embargo, no se encuentra información que confirme la existencia de Zárate en la zona de Naranjo.

En fin, la historia de la “consejera del pueblo y bruja” va a seguir dando mucho que hablar en nuestras tierras, porque ella es la bruja que convirtió a un pueblo en animales y los encerró en una piedra hasta que el gobernador cumpla con su palabra.


Piedra de Aserri


Derechos de Autor: recopilación de Sally Astarté. Agosto 2012.



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